Campeón local y sub campeón mundial: La Fábrica de pus judicial
Escrito por: Ph. D. Alfredo Eduardo Mancilla Heredia Doctor en Economía. Posdoctoral Currículo, Discurso y Formación de Investigadores Académico Nacional e Internacional Periodista ANPB - APC

En el curioso país del subcampeonato de la intransparencia, donde la Constitución se cita más que se cumple y la ley se interpreta según la “generosidad” del interesado, el sistema judicial se ha convertido en la mayor fábrica de pus judicial, donde se aprieta, siempre sale algo maloliente.
Derechos Reales, que en cualquier país debería ser el guardián de la propiedad privada, aquí funciona como una tragamonedas de influencias: quien mete la ficha correcta –léase “aporte voluntario”– obtiene su folio limpio y rápido. El ingenuo que cree que la ley lo protegerá, en cambio, recibe observaciones infinitas que harían sudar a Kafka.
La comedia se vuelve tragedia cuando aparecen esos notarios de la fe pública, graduados –parece– en la universidad de la estafa creativa: consiguen que hasta los muertos firmen documentos, hipotecando el futuro de los herederos legítimos. Y si hace falta, se subrogan en tiempo récord para que el documento nazca con el sello correcto, como por arte de magia negra.
En el otro ring, tenemos a los abogados civilistas y penalistas que ni estudian ni actualizan su conocimiento, pero sí actualizan su tarifa por memorial, por audiencia, por cada mentira disfrazada de “estrategia procesal”. Prometen sentencias favorables con la misma facilidad con que un curandero promete curar el susto, pero lo único que realmente curan es la salud financiera del cliente.
Y la tragicomedia se corona con la diputada abogada, experta en tráfico de influencias, capaz de torcer voluntades y de enredar la ley en charlas de pasillo, almuerzos discretos y relaciones personales que van más allá de lo profesional. Al parecer, el amor también cotiza en la bolsa de favores.
Pero la historia no termina ahí: se amplía con los hijos del prisionero político, que entre discursos lastimeros y selfies en redes sociales, encuentran tiempo para desviar camiones cisterna llenos de combustible. Total, el contrabando parece menos grave cuando se hace envuelto en el relato de “perseguidos políticos”.
Y, para darle un toque familiar, aparecen esos dulces hermanos y hermanas envidiosos, que viven de la herencia que nunca trabajaron. Expertos en amedrentamiento, falsedad material e ideológica, demandan, falsifican y chantajean sin pudor, como si el único talento heredado fuera el arte de devorar lo ajeno. Porque el parásito familiar subcultural no descansa, siempre encuentra algo más que robar, firmar o falsificar.
Este pantano de corrupción no es un problema aislado: es estructural, sistémico y generacional. Un cáncer que debilita el desempeño económico global, espanta inversiones y deja a toda una generación aprendiendo que la ley importa menos que el apellido, la palanca o la billetera. Porque aquí, la honestidad es casi una enfermedad, quien la padece, pierde tiempo, dinero y salud.
Así seguimos: un sistema judicial que no garantiza justicia, sino que vende impunidad; notarios que hacen firmar hasta a los difuntos; abogados que cobran por no defender; diputados que negocian la ley como si fuera un contrato de arrendamiento; y hermanos que convierten la herencia en botín de guerra.
En el contexto, donde se aprieta, salta la pus. Y mientras el presente se corrompe, el futuro se hipoteca. Al menos nos queda el sarcasmo como último refugio, porque reírnos de la tragedia es casi el único acto de salud mental colectiva que nos queda. Por si acaso, cualquier realidad con las interacciones de nuestros lectores que desnude situaciones anómalas, es pura coincidencia.