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La mujer que me compré

Escrito por: René Poppe Perez

La mujer que me compré

Los pescados fritos más ricos de la ciudad están en calles paralelas al cementerio general. Los traen del lago Titicaca. Cada fin de semana me apetece ir a servirme un plato de pescado frito con papa retostada y llajwa muy picante y sabrosa.

Un sábado de mayo me adentré por esos puestos callejeros y topé con una hermosa chola que a ras del suelo tenía la cocina a gas y el sartén friendo pescados.  Con animación y alegría conversaba con el zapatero que había instalado su taller portátil en la misma acera.

–––¿A cómo está el plato de trucha frita? ––pregunté desde la altura de mis hombros.

No estaba caro.

–––Sírveme uno, caserita; bien yapado.

–––Tengo también pejerrey ––me anotició desde su postura a ras del suelo.

–––Dame de pejerrey entonces.

Tres metros más allá de la casera, colindando con el zapatero, exhibiendo la cara como si hubiera llorado, estaba una joven cuya aflicción no dejaba indiferente.

–––¿Qué tienes? ––le pregunté de sopetón.

–––Ay, esta ––dijo la vendedora de pescado frito. Su voz llevaba un tono de reproche y desprecio.

–––¿Es tu hija?

–––Sí ––rezongó con fastidio de ser madre.

Ese comportamiento me llamó la atención. La casera era chola buena moza, de aquellas mujeres vallunas donde aún palpita la mezcla de sangre india y española.

–––¿Te hace renegar?

–––Mucho. Ya no sé qué hacer con ella.

–––Paciencia nomás.

–––Ojalá alguien se la llevara.

Miré a la jovenzuela que no poseía la preciosidad de la madre; más bien parecía aymará: famélica, oscura de piel, de expresión dura, como tallada en laja, feúca.

–––¿Quieres irte conmigo? ––le consulté en tono chistoso––. Vivo solo, tengo renta de jubilado, podemos vivir juntos.

–––Llévatela si quieres ––apresurada aceptó su madre mientras el pejerrey chisporroteaba en el sartén quemante de manteca––. Me regalas algo para mí y te la llevas ahorita.

Creí que mi broma seguía siendo broma en las palabras de la madre.

–––Véndemela ––le propuse continuando la broma.

–––Te la vendo.

–––Cuánto.

Me dijo el precio especificando que era también el de una vicuña en la Feria de la ciudad de El Alto de La Paz.

–––No te estoy pidiendo mucho ––enfatizó con acento mercader––. Para otros puede valer más.

Mirando a la joven, con azoro y envuelto en broma, le pregunté:

–––¿Quieres irte conmigo? Te compro.

Me miró rápido, catalogando posibilidades.

–––Por favor ––murmuró, suplicante.

Esa respuesta fue un disparo al corazón. En casa tengo ocho habitaciones, desperdicio comida debido a que compro más de lo que necesito, soy goloso y también gusto de atiborrarme de chocolates y pasteles, vivo solo y parte de mi renta de jubilado se amontona bajo el sillón.

Por tonto, por soso, por irreflexivo, no sé, por seguir de chistoso, después de comer el pejerrey frito, pedí a la casera:

–––Rebájame.

–––No. Al precio de una vicuña joven te la quiero dar.

La muchacha se acercó a mi lado y me miró de frente. En su boca, en sus ojos, en su cabellera negrísima y dura, en sus hombros, en el aire que llevaba, urgía el ruego de que la comprara.

–––¿De verdad quieres irte conmigo?

Movió la cabeza, leve y hacia abajo. No dijo ni una palabra. Más fuerte era su silencio elocuente. Llevé la mano al bolsillo, saqué la billetera y conté.

Alcanzando el dinero a la vendedora de pescado frito, entregué el costo de una vicuña joven.

–––Gracias ––pronunció cogiendo el dinero como si sus manos estarían potenciadas por la rapidez de los rayos; lo encajó entre sus pechos.

De la vicuña recibí una satisfactoria sonrisa. Mostraba que había salido de un pozo de aflicción. Desde ese mismo instante sentí todo diferente. Las calles estaban ahí pero no eran las mismas. El cerro del frente, el cielo en lo alto, las nubes, el aire frío, mis pies en el suelo, mi cuerpo que carecía de vigor se olvidó de la vejez.

–––Vamos ––le dije sin creer en lo que estaba diciendo e imitando decenas de películas que mostraban la misma escena.

Se puso a mi lado, pero centímetros atrás. Caminamos hacia la avenida y abordamos un taxi.

–––¿Qué te llamas?

–––Lucrecia. ¿Y tú?

–––Anselmo.

Se pegó a mi cuerpo abrazando su brazo al mío.

–––Gracias. No te vas a arrepentir de mí.

–––Estarás bien.

–––¿Me prometes?

–––Sí. Nada te faltará.

Le enseñé detalles de la casa. Le destiné una buena habitación con su baño, cama muelle y mesa de noche.

–––Acá estarás cómoda.

–––Gracias. Todo está empolvado. Tu casa necesita una mano de mujer.

La llevé a la cocina y puse a su disposición cacharros y alimentos.

–––Mañana en el mercado compraremos lo que se necesite.

–––Tienes té. Me gusta tomar té.

Le enseñé dónde estaban las tazas, cucharillas e infusiones.

–––Y ¿dónde duermes tú?

Recorrimos el pasillo. Le mostré mi amplio dormitorio.

–––Mi cuarto no tiene televisión, el tuyo sí.

–––Acá veremos televisión.

Esa noche se recostó en mi cama, al lado mío. Vimos películas y después de la taza de té que Lucrecia preparó, caí dormido de cansancio por las emociones vividas. Cuando desperté era de día y me hallaba desnudo, dentro la cama, amarrado de pies y manos, aturdido.

Miré las paredes donde había cuadros colgados; los muebles que rodeaban la cama. Todo vacío.

Después de mucho esfuerzo para desamarrarme, todavía en desequilibrio mi cuerpo, aturdida mi cabeza, me trasladé en busca de la vendedora de pescado frito. Al llegar, el lugar que ocupaba en la acera se hallaba desierto. Metros más allá el zapatero tachonaba de clavos la suela del zapato. 

Me dirigí a él.

–––Maestrito ––le importuné con voz de pordiosero––, la casera que vende pescado frito, ¿tardará en llegar?

Me observó de pies a cabeza. De la ranura de sus ojos brotaba ironía y picaresca.

–––Estoy buscando a su hija ––la vergüenza empezó a atosigarme

–––¿La joven que te has llevado ayer?

–––Si. Se llama Lucrecia.

–––No es su hija ––murmuró con voz arrastrada––. Varias jóvenes tiene. A los viejos les ofrece diciendo que son sus hijas. Roban y desaparecen. Según me han dicho, personas que no recuerdo, a otras ciudades van a seguir con sus fechorías. El viejo de por sí ya es cojudo y cree nomás…

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