Revoluciones, modos de producción y poder: Teorías políticas, desigualdad y límites del desarrollo en el contexto boliviano
Autor: Post Ph. D. Alfredo Eduardo Mancilla Heredia Doctor en Economía. Posdoctoral Currículo, Discurso y Formación de Investigadores Académico Nacional e Internacional Periodista APC – ANPB alfredomancillaheredia@gmail.com
A lo largo de la historia, las revoluciones han constituido momentos de quiebre en los que las sociedades reconfiguran sus modos de producción, sus estructuras de poder y los criterios de legitimidad política. Estos procesos no solo transforman la forma en que se produce la riqueza, sino también cómo se distribuye el ingreso y cómo se justifican las desigualdades. En este sentido, la relación entre economía, política y poder resulta central para comprender tanto la persistencia como la posible reducción de las desigualdades sociales.
Los modos de producción preindustriales, como el esclavismo y el feudalismo, se caracterizaron por una desigualdad estructural legitimada política y culturalmente. El control de la tierra y del trabajo concentraba el poder en minorías dominantes, mientras la mayoría de la población quedaba excluida del acceso a los recursos productivos. Desde las teorías políticas clásicas, pensadores como Aristóteles advertían que una excesiva desigualdad material atentaba contra la estabilidad del orden político, ya que erosionaba el bien común. Sin embargo, en estos sistemas, la política funcionaba más como un mecanismo de conservación del orden que como una herramienta de justicia social.
Con la Revolución Industrial y el surgimiento del capitalismo, se produjo una transformación profunda del modo de producción. La expansión del trabajo asalariado y del mercado generó un aumento significativo de la riqueza, pero también nuevas formas de desigualdad. El liberalismo clásico, inspirado en autores como Locke, colocó la protección de la propiedad privada en el centro del poder político, dando lugar a una igualdad jurídica que no se tradujo en igualdad material. Tal como advertía Rousseau, esta brecha entre igualdad formal y desigualdad real debilitó la legitimidad del orden político y abrió el camino a conflictos sociales.
Las revoluciones sociales y políticas de los siglos XIX y XX pusieron en cuestión esta organización del poder. Desde una perspectiva realista, estos procesos pueden entenderse como el resultado de cambios en la correlación de fuerzas entre clases y grupos sociales. El movimiento obrero, las revoluciones socialistas y la construcción de los Estados de bienestar demostraron que el ejercicio del poder político podía intervenir activamente en la economía para regular el mercado, redistribuir ingresos y reducir desigualdades. Aquí, el ingreso dejó de ser solo una variable económica para convertirse en un instrumento central de la política.
El institucionalismo aporta una clave fundamental para comprender estos procesos: los mercados no son espacios neutrales, sino construcciones institucionales. Las leyes laborales, los sistemas impositivos, la seguridad social y las políticas educativas determinan cómo se genera y distribuye el ingreso. Cuando estas instituciones son inclusivas, permiten amortiguar los efectos desiguales del capitalismo; cuando responden a intereses concentrados, reproducen y profundizan las desigualdades.
Este marco teórico resulta especialmente útil para analizar el caso boliviano, cuya historia está atravesada por profundas desigualdades económicas, sociales y étnicas. Desde la conformación del Estado republicano, Bolivia se estructuró sobre un modelo primario-extractivo que concentró el poder económico y político en élites reducidas, excluyendo a amplios sectores indígenas y campesinos. Desde una lectura clásica, el Estado boliviano no logró orientar el poder hacia el bien común; desde una perspectiva realista, esta exclusión respondió a relaciones de dominación históricamente consolidadas.
La Revolución Nacional de 1952 marcó un punto de inflexión. La nacionalización de las minas, la reforma agraria y la ampliación del sufragio modificaron la organización del poder y del ingreso. Desde el realismo político, estas transformaciones fueron posibles gracias a la presión de actores sociales organizados que disputaron el control del Estado. Desde el institucionalismo, representaron un intento de construir instituciones más inclusivas, aunque limitadas por la persistencia de una estructura productiva dependiente.
El giro neoliberal de las décadas de 1980 y 1990 revirtió parcialmente estos avances. Bajo presión de organismos internacionales y en un contexto de crisis, el Estado redujo su rol económico, privatizó empresas estratégicas y flexibilizó el mercado laboral. Las instituciones se reconfiguraron para priorizar la estabilidad macroeconómica por sobre la redistribución, lo que profundizó las desigualdades sociales. Este período evidencia cómo, desde una lógica realista, el poder político puede alinearse con intereses económicos concentrados aun dentro de regímenes democráticos.
A partir de 2006, Bolivia atravesó un nuevo ciclo de transformación política. La nacionalización de los hidrocarburos, el fortalecimiento del Estado y la implementación de políticas de transferencia de ingresos permitieron una reducción significativa de la pobreza y una ampliación de derechos. Desde una perspectiva institucionalista, se buscó recuperar la capacidad estatal para regular el mercado y redistribuir la riqueza; desde una mirada realista, estos cambios respondieron a una nueva correlación de fuerzas que incorporó a sectores históricamente excluidos.
No obstante, este proceso estuvo atravesado por contradicciones estructurales. El discurso de descolonización y justicia social convivió con la profundización de un modelo extractivista. La redistribución del ingreso se sostuvo sobre rentas provenientes de recursos naturales, sin una transformación sustancial de la matriz productiva. A ello se sumó una creciente intransparencia en la gestión pública, con debilitamiento de los mecanismos de control institucional y rendición de cuentas. Desde el institucionalismo, esta opacidad erosiona la calidad de las instituciones; desde una perspectiva clásica, implica un alejamiento del poder respecto del bien común.
Estas tensiones desembocan en el escenario actual de estanflación, caracterizado por estancamiento económico y presiones inflacionarias. El agotamiento del ciclo de altos ingresos, la reducción de reservas y la falta de diversificación productiva limitan la capacidad del Estado para sostener políticas redistributivas, mientras el aumento del costo de vida deteriora el poder adquisitivo de la población. La estanflación revela los límites de un modelo que no resolvió sus contradicciones estructurales y expone cómo la desigualdad económica vuelve a traducirse en desigualdad política.
En conclusión, el análisis de las revoluciones, los modos de producción y las teorías políticas permite comprender que la desigualdad es un fenómeno históricamente construido, vinculado a relaciones de poder e instituciones concretas. El caso boliviano demuestra que la reducción de las desigualdades requiere no solo redistribución de ingresos, sino también transparencia, fortalecimiento institucional y una transformación profunda del modelo productivo. Sin estos elementos, los avances logrados resultan frágiles y reversibles, y el poder pierde su capacidad de orientar el desarrollo hacia una sociedad más justa e inclusiva.